Ritos ancestrales y cuestas

En una mañana no especialmente calurosa, con una brisa fina y unas vistas espectaculares al lago Atitlán, la pickup  me soltó en San Fernando. Pueblo a orillas de este paraje natural, a una escasa media hora de Panajachel, la villa que generalmente da entrada a los visitantes a tan imponente lugar. Mis primeros pasos fueron en soledad, intentando recomponer el cuerpo de los vientos del trayecto que habían sido fuertes y animosos.

Una pequeña plaza colonial y su iglesia principal atrajeron mi mirada. Allí el sincretismo religioso gozaba de una vitalidad exuberante, con la unión de los iconos indígenas, el incienso, las velas y los santos cristianos. Veinte minutos observando sus plegarias, rezos y gestos de alabanza me hicieron entrar en calor en el lugar.  Un ejercicio mental, sea uno creyente o no, que le hace rememorar todo lo que en estas tierras ocurrió 500 años atrás.

Al salir por el portón de la nave central, el lago parecía convertirse ahora en algo sagrado, lleno de un misticismo que uno no parecía darse cuenta hasta entonces. A medida que comienzo una montaña rusa particular en mi recorrido por San Fernando, en una bajada empinada y de engañosa dificultad, “¿Qué tal? ¿Cómo está señorsito? Que tenga muy buen día”, muchos lugareños, de tez curtida y morena, descendientes de los mayas, me saludan en el transcurso. Uno de ellos detiene su paso, con mirada firme apunta a la mía y sin mediaciones me invita a conocer uno de los productos típicos que fabrican en esta conocida zona. La cerámica.

Primeros compases

Sin capacidad de reacción, mi cabeza se gira afirmativamente y, al segundo siguiente, una mujer me agarra de la mano y de forma cortés me ayuda a bajar esta pequeña ladera urbana que termina en un callejón lleno de chozas de adobe. La incredulidad se apodera de mí, me dejo llevar por la corriente y en zigzag vamos sorteando la paja húmeda y maloliente que se agolpa por los costados. El resultado de tan imprevista aventura es un cuartel de operaciones formado por 4 casas conectadas por unas tejavanas de aluminio. “Con mucho gusto, si desea puede conocer todo el proceso de nuestro trabajo, señor”, así se presenta Damián, un hombre que ya peina canas, de unos 50 años, de complexión delgada que me subraya que la visita no tiene compromiso alguno.

Como quien se tira a la piscina, desenfundo mi cámara y mi lengua para atacar de inmediato la primera de las salas. “¿De dónde es usted?”, antes de disparar, me encañonan con esta interrogación que deshago gustosamente. Él es Elmer, un chico de la zona, con 20 años recién cumplidos y que lleva en este oficio casi un año. Su compañero de batallas es Alex, de misma edad, de tono más comedido, con un pañuelo de forajido en la boca, enfocado en su labor de moldear el barro. “Me relaja trabajar con los moldes, aunque sigo siendo un patoso”, reconoce Elmer sosteniendo un molde nuevo en su mano izquierda y con un cuchillo de punta fina en la derecha. Los pequeños retoques son los más importantes para contar con una buena figura. “El tonel como ve está lleno de barro, seguimos fallando demasiado para conseguir algo bonito”, enfatiza Alex, que “de cada diez intentos solemos volver a empezar unas tres o cuatro veces”.

Sentados en unas finas sillas artesanales de madera, ambos se dan la espalda formando una línea invisible paralela que solo traspasan cuando agarran el material a trabajar. Nadie nace sabiendo y ellos tampoco. Entre ellos hablan Quetziquel, uno de los 23 idiomas oficiales en Guatemala. Bastante extendido en toda esta región del lago desde tiempos ancestrales, denoto, con sonrisa maliciosa, que ahora lo emplean en mi presencia para omitirme algún chascarrillo que otro.

Pinturas humanas

Con un saludo escueto de éxito, me encamino a otra sala contigua. Un hombre lleva una máscara protectora en la cara y como si de un bailarín de salón se tratara, se desliza de un lado a otro con diferentes vasijas blanqueándolas con brío y soltura. La ventana que tiene enfrente se torna borrosa por el gas que despide y se clarea con los haces de luz con los que baña el sol la fábrica. No intercambiamos palabra alguna en ese lapso de tiempo. Entra y sale como un autómata, presuroso de finalizar la tarea encomendada.  Yo sigo a lo mío, disparo otro tipo de luces confiando en que su tarea no salga perjudicada por ello.

“Oye mi amor, no me digas que no / Y vamos juntando las almas / Oye mi amor, no me digas que no”, a escasos tres metros resuena esta melodiosa letra del grupo mexicano Maná en la penúltima sala. Al poner mis pies en ella, los allí presentes me delatan, advierten mi presencia y continúan su labor de pintura ignorándome. Cinco hombres, dos de ellos ya adultos, otro de mediana edad y dos menores, copan una habitación salpicada de silbidos por las canciones y el tabaco que exhalan.

Con sus ojos arrugados y un afeitado impecable, Diego es uno de los quince empleados que ahora trabajan allí. El abre el tarro de las esencias para mí, indicándome “que de mis 35 años, llevo 20 acá, pintando al menos ocho horas al día”. La Fábrica de San Antonio que es como se llama la empresa cuenta con 23 años de existencia y fue fundada por Ken Edwards, “un estadounidense que compró unos terrenos aquí en los años 90 y decidió enseñarnos cómo poder vivir de esto”, apostilla con una media sonrisa a la vez que sigue embadurnando un búho de ojos saltones a todo correr.

Todos siguen a lo suyo, trabajando al ritmo de Maná, tarareando y pintando cada molde lo más rápido posible. En ello les va la vida, el pan para comer. “Yo trabajo por pieza, unos 20 quetzales (unos 3 euros) por cada una, he intento hacer unas 20 piezas diarias” asegura mientras reconoce que un sueldo de 8 horas, “unos 70-75 quetzales (10 euros) serían insuficientes para poder vivir”.  En este contexto, Diego se siente “feliz” por tener un trabajo “estable” después de ver “cómo muchos compañeros de la zona se van a la capital o a EEUU”.

Horneando sueños

“¡Papá ya es hora de comer!” exclama con fuerza Patojos, hijo de Diego, que ha estado toda la mañana en el taller bajo la supervisión de su progenitor. Con una mirada muda le da su aprobación y me comenta que “aunque solo tenga 7 años, prefiero que esté aquí e intente aprender el oficio que en la calle con todo el vicio que hay”. Con cuatro hijos a sus espaldas, él sabe el peso de la responsabilidad familiar con la que cuenta y no le importaría dejarse “las manos en el barro con tal de que ellos puedan ser autosuficientes el día de mañana”. 

Un proceso que dura una semana desde el principio al acabado, que se inicia por la recogida de barro, el llenado de los moldes, el secado en el sol, el lijado, la pintura y el esmalte. Etapas necesarias antes de introducirlo a un horno de gas a 1200 grados durante 8 horas para cocerlo a tope. “Nuestra calidad radica en nuestra paciencia, en hacer las cosas de ley”, se reafirma en esta tesis Graciela, ya en la sala de ventas, con su traje maya, habiendo despedido a Diego, hambriento de comida y un futuro esperanzador.

Un grupo de misioneras, que también habían sido seducidas, salsean en las diferentes estanterías. Se deciden por comprar un par de vasijas y un plato hondo. Los precios oscilan entre 45 quetzales (unos 10 euros), los más baratos, hasta un jarrón de finos requiebros lineales de unos 700, unos 100 euros.  Entre tanto trajín, me quedo indeciso y no compro finalmente nada.  Me despido dejando las chozas con las puertas entreabiertas, con Damián cojeando intentando cerrarlas y las salas de blanqueo y moldeo apresadas ahora por gallinas, revoloteando, quizás con ganas de picotear algún pato o búho malvado.

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