Joseph Polloni encalló su barco allí.  Más bien dicho, allí naufragó. Un 1 de enero de 1753. Seguro que se asombraría cómo casi 300 años después, este remanso de paz sigue siendo el fin del mundo. Le dio su nombre y una forma de vida. Cabo Polonio no tiene vergüenza.

Localizado en el Departamento de Rocha, durante el año sólo cuenta con 80 habitantes, mientras que en verano cientos de almas libres se agolpan a sus desérticas playas para creer que la plenitud existencial se reaviva en sus almas todavía. Casas de chapa y madera vieja pero elástica con un barniz de colores imperecederos nos envuelven en un mundo que creíamos haber perdido. Marcelo, nuestro cicerone en el hostel, goza de un sentido de la palabra corta pero noble. Futbolista frustrado por las lesiones, durante seis meses, los que alcanza a la temporada alta, los pasa mirando al mar, calmando su furia interior y bebiendo mate. Un mate que nos lo ofrece para entrar en calor social y empezar a dejarnos llevar por estas nuevas sensaciones.

Culto a la primitiva paz

– ¿De dónde venís? Sentate o mejor vení cónmigo y observá si te gusta el lugar. 

En contraste con otras zonas más opulentas como Punta del Este, aquí sólo hay un 35% de electricidad. No se puede entrar en coche ni en 4×4. Solo camiones militares, de ruedas anchas y caparazón ostentoso, tienen acceso sobre unos ocho kilómetros de médanos y dunas celestiales que sopapean la cara a cualquier visitante que se suba en él.

No hay agua corriente ni gas, solo una marea de furia y paz, que sube y baja, que baja y sube

Amigos venidos de Dinamarca, Suecia, Irlanda, Chile o España departen en una pequeña mesa, mientras unos cocinan para todos. Al abrigo de una fogata a las orillas del mar, los más atrevidos se desnudan para hacer frente a Poseidón en sus mejores galas. No hay mucha más comodidad. No hay agua, ni gas ni agua corriente. El reino del fuego y el agua se cristaliza ahora verdaderamente. A la caída del sol, las linternas son tan escasas como necesarias. Las sombras no atemorizan, se vuelven amigas porque no hay nadie quien ya las vea.

Estas pequeñas casas se esparcen por este pueblo de pescadores sin límite alguno. Es el faro que preside la más alta loma, el que pone algo de orden en este submundo arquitectónico y emocional. Un punto de apoyo para otear todo el escenario, el Islote y la Isla Encantada. Allí residen una gran colonia de lobos marinos, provenientes de múltiples lugares, que deciden tomar este páramo para perpetuar la especie y morir si es necesario. Esparramadas en la arena, juegan, chillan y vuelven a dormir. Unas por un rato y otras para siempre. Su cuerpo, entienden sabiamente, ha de seguir contribuyendo a la cadena natural de la vida. Más de diez se pueden encontrar en un breve paseo por sus costas, nadie las recoge porque otras aves las tomarán como menú diario.

Pero las noches son más estrelladas que en ningún lado, la pureza le mantiene un pulso intacto a este escenario natural. Y las lunas más luminosas. Y las caipirinhas más sabrosas aunque no más baratas. La decoración tan anárquica como preciosista, aún en la penumbra, alegra cualquier día o noche triste. Como la ingesta de una milanesa, chivito o unos ricos buñuelos de algas.

–  Acá dicen que no hay nada hacer. Precisamente eso creo que es una buena noticia.

No es raro escuchar esas frases en boca de más de un turista o lugareño. La nada a veces lo es todo. El dejarse llevar por el vaivén de la vacuidad, de cerrar los ojos y olvidarse del chisporroteo constante del whastapp, de la televisión omnipresente, del murmullo o del jaleo de ruedas que queman la cabeza y el depósito de vida.

Cielos multicolores, parajes imborrables

Llegan cada día más convoys con nuevos actores para este espectáculo aparte del mundo. El cielo se pinta de color grisáceo, luego rojo y termina por ser una fusión de los espejos del alma humana. Cada cual ve una tonalidad diferente. Las ranas amanecen en tus manos y los caballos pastan sueltos en medio de los alojamientos. Los partidos de fútbol son aleatorios y el yoga invita al mar a sumarse a la fiesta. La cadencia y los ritmos del día se mezclan y las conversaciones se alargan desde el alba hasta el siguiente atisbo de sol. La belleza no hace falta buscarla. De madrugada por la misma ventana del dormitorio, encuentra acomodo.

Las olas y la venida de ballenas por los meses de marzo y abril también hacen de este cuadro una obra mayor. Pero nadie te lo puede contar, más que uno mismo. En las ferias artesanales, en los bares de cuatro trozos de madera y millones de sonrisas, se encuentran sus mejores secretos a buen precio. A unos 270 kilómetros de Montevideo, se quiere esconder del mundanal mundo. Del mundo en sí. Vuelvo a subir al vehículo militar. Desde lo alto, sin techo retráctil, saboreo las memorias en soledad. Los ombúes y los palmerales de mi siguiente destino me esperan. En esos ocho minutos de vuelta, se me cae el pelo y me vuelve a crecer. Parece que se me borra la paz polonesa y me resisto a volver a ponerme una eterna careta con sonrisa urbana y dientes pirañescos.

 

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