Enclavada casi en la mitad del país, nunca había escuchado su nombre. Ahora sé que hay dos, al menos, y que una está en Paraguay. Y me sabe o me supo cada vez distinta. A veces a la maldita guaraná de la plaza central y otras a infusión de Burrito. Depende de la acidez de mi estómago y de mis ansias por probarlo todo. También a arroyo tibio que se desboca con sigilo hasta una profundidad de 6 metros. A rabiosas picaduras de abeja en pelos maradonianos. A estacionamientos por 10000 pesos por cabeza y dentaduras desmontadas. Algunos sabrán a qué me refiero. Como también a un río achocolatado, de corriente eléctrica y de confesiones entre puentes oxidados que se olvidaron de arreglarlos.

Ritmos guaraníes

A tereré en cualquiera terraza, propia o ajena, en reunión familiar nocturna, a eso de las ocho y cuarto, o con desconocidos en medio de un bosque encantado, de madrugada, y que al paso de las horas, casi acaba en recién casados. Una bebida que se ameniza sola, aunque no se le desaconseja tener a mano un asado. Para jactarse de una buena picaña del lugar, de su forma de preparación, y del verbo del chef que tiene aún más sangre.

Y a clases de francés, de guaraní y a jugos de piña y melón, en mesas rectangulares comandadas por el Cid Campeador. A ladridos amistosos de perros macho y hembra, a hipos de gatos borrachos, al chirrido del candado de verjas cerradamente abiertas. A azoteas ciegas donde el calor se desespera por no vernos sudando, a choques de autos fantasma en cruces de calles archivadas, como a boliches (discotecas) donde la camisa y los zapatos hacen del visitante un maniquí playero en un nido de víboras o, finalmente, a una terminal de buses donde los mismos gallos en el corral te acomodan.

Es todo lo que quiera que sea, para luego no volver a ser, es una entelequia, una frase mal dicha que se autocorrige por sí sola

El coche fantástico

Y volver así a gastar neumático en el auto, piloto y copiloto, para ir y volver, para recorrer la misma ruta pero en diferentes sentidos, para no dormirnos en los laureles y con la ventanilla a medias matar un cigarrillo, para inhalar la combustión del motor y gozar la bocanada del infernal aire, para inventar nuevas cuadras (calles) donde recoger viejos pasajeros, para hacer una gestión en el banco y secar en la parte trasera un bañador mojado, y para, sobre todo, gritar en silencio y con gafas de sol de los chinos, que no se necesita mucho para que todo lo mágico se torne en sangre y hueso.

El día apaga sus ojos ardientes, se traga su lengua de fuego, para que la solina invente un oasis en medio del desierto. El alcohol también destapa la caja de los truenos. El embrague cada vez se atasca más, la tierra se ahoga paulatinamente en el carnívoro guardabarros. No es Macondo, aunque a Gabo le hubiera gustado conocerlo. No hay cola de cerdo, ni cuernos de diablo. Sólo otro colchón cóncavo de otra habitación de otro lugar de otro país que me vuelve a esperar. Para intentar dormir otra vez en Villarrica, allá donde esté. Para volver a tocar esa sinfonía humana que un día una serie de personas me dieron afinadamente la nota musical de sus entrañas.

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