Hace una semana que comenzaron estos últimos huaicos, de una potencia descomunal no vista desde comienzos de 1980, que han volteado la vida de todo un país y de todos sus ciudadanos hasta límites insospechados. Desde el norte en Piura, pasando por Trujillo o en el sur, el colapso es el pálpito general a estas horas. La magnitud fue y ha sido tal que la misma capital, Lima, tampoco ha salido indemne de ello. 5000 viviendas y casi 25000 personas han sufrido la ira de estas riadas siendo afectadas o damnificadas. Una catástrofe que ha asolado en mayor medida a distritos como San Juan de Lurigancho, Chaclacayo o Chosica y sus alrededores. A este último nos desplazamos para conocer de primera mano su situación actual en medio de esta vorágine de destrucción medioambiental y moral.

El tráfico, ya de por sí todo un gigante con pies de barro en la capital limeña, nos hace demorarnos casi dos horas hasta poder llegar a este punto geográfico. Localizado al noroeste, conforme nos vamos acercando, las colas de vehículos van afinándose y parece que rodamos de forma más ligera. Eso sí, las carreteras embarradas, las maquinarias pesadas de limpieza y el lodo magnificado son constantes vitales que nos van a acompañar en todo el recorrido hasta nuestra vuelta.

Chosica, primera parada

Ya en el plaza central de Chosica, muchos vecinos sentados en sus bancos todavía asimilando lo ocurrido, se muestran consternados. “Desde Enero sufrimos huaicos, pero ninguno de este calado”, enfatiza José Luis, jubilado de 70 años, que se frota la frente por ver a muchos de sus seres queridos sin cobijo. Dafne, de 40 años y con dos hijas, refleja esa desolación, incrédula, aunque “contribuyendo en todo lo que puedo, levantando otra vez muros o haciendo comida para ayudar en lo que sea”. No se pueden quedar parados, aluden, ahora más que nunca, “el pueblo tiene que levantarse y demostrar de lo que estamos hechos”, recalca Luis, ingeniero de 55 años, indignado pero con fuego en sus ojos para hacer lo que haga falta.

Nos comentan que dos de las zonas más dañadas son Cantagallo y Cañaverales, las dos justamente, que se encuentran en las cercanías del río Rimac, y que el agua turbulenta e inmisericorde más fuertemente ha destruido sus hogares y enseres propios. En nuestro camino hacia la primera, observamos un grupo de carpas azuladas que dan alojamiento a 15 familias que ya no cuentan con techo. En estos instantes, la Municipalidad comienza el reparto de víveres y comida. “Abran sus bolsas, primero las familias más afectadas por favor”, recalcan los trabajadores de ayuda humanitaria. Caras de tristeza, ansia y esperanza a la vez, se mezclan en esta toma social que pretende mitigar en la medida de lo posible tanta desazón y sufrimiento.

Una de ellas, es Margarita, cabeza de familia, que ha perdido toda su casa y se encuentra ahora con sus dos hijas y nietas pernoctando allí desde hace cuatro días. “Gracias a Dios y al alcalde por su ayuda en estos momentos, sé que todo se solucionará”, apostilla con confianza a pesar de los pesares. Su sonrisa le delata y muestra la fe con la que afronta estos difíciles momentos junto a sus seres queridos. Sus hijas la abrazan y entre todas forman una piña que parece les dará más fuerza para sobrellevar todo este mal trago.

Cañaverales

Grúas y operarios municipales siguen afanándose en limpiar las carreteras y proceder a que haya un mayor flujo en las vías de comunicación. Dos de los puentes, que conectan estas barriadas con la arteria principal, se han mantenido firmes a los golpes del  río. Aunque al pisar sus estructuras, tal y como resalta una viandante que sale a nuestro encuentro de nombre Eulalia, “nunca hay que fiarse de nada, y menos viendo cómo el afluente sigue estando algo descontrolado”.

Tomamos un mototaxi para trasladarnos a Cañaverales. Kevin, nuestro conductor en el trayecto, no sale de su asombro. “Me gusta informarme y, sinceramente, no se está haciendo lo que se debe, en Asia, por ejemplo, a los tres días, ya estaría solucionado”, remarca con firmeza. Diez minutos después nos suelta en medio de una hilera kilométrica de otras carpas azules. El escenario a primera vista es de por sí devastador. Niños llorando, madres con ojos iracundos y hombres que se resisten a ver lo que ven.

Antes de entablar contacto con nadie, Cinthya me toca la espalda. “¿Usted es periodista verdad? Por favor, diga que no nos están ayudando como deben, se olvidan de nosotros”. Con 3 hijas, una de ellas con síndrome de Down, se sienten “desplazados, viendo como no nos llegan muchas de las ayudas que dicen darnos”. Frases que le salen del alma, con desesperación y ojos acuosos, sobre todo, por sus seres pequeños.

Dos horas en este lugar sirven para observar alrededor a más de 100 familias hacinadas en el suelo, ordenando la poca ropa que les queda y su obsesión por las caricias y el calor humano como válvula de escape ante esta pesadilla. Los policías y personal de salvamento acordonan un malgastado puente por donde la crecida del río parece que se va a desbordar otra vez a medianoche. “Todo es impredecible, tenemos que tomar medidas por lo que pueda pasar”, nos advierten.

Barba Blanca, un pueblo fantasma

Fundado hace 75 años, en el distrito de Callahuanca, es una sombra de lo que fue. Las lluvias le han emborronado la cara totalmente, hasta tal punto de convertirse casi en una Pompeya peruana. José, vecino de 55 años, casi no pestañea ante lo que ha vivido, “no cuento con nada ahora mismo, ningún bien material, la verdad no sé cómo sigo vivo”, narra fríamente con la mente obnubilada. Tal ha sido la barrida que la Hidroeléctrica ubicada allí ha desaparecido por completo. Se la ha tragado literalmente la tierra. Matilde, viuda de unos 70 años, afirma que “llevo casi dos días sin probar un sorbo de agua y comiendo lo que encuentro por ahí”. El suelo embarrado a más no poder, no da opción a dar dos pisadas seguidas, al instante las piernas se hunden en ese magma de lodo.

En nuestro traslado a Santa Eulalia, pasamos por la carretera que une Cupiche con Chosica, para visitar Santa Eulalia, otro distrito fatalmente afectado. Los raíles del ferrocarril se observan nitidamente destrozados y con forma serpenteante a posteriori. Efectivos gubernamentales trabajan por restablecerlo, sin evitar que se le formen largos atascos en la ruta, con el consiguiente hastío e impaciencia en los conductores y pasajeros.

Ya en nuestro destino, la carretera cuenta con dientes de sierra afilados. Bocados de agua iracunda que ha dejado los quitamiedos y los muros como islotes río abajo. Allí nos abre sus puertas Cesar Orellana, de 58 años, compungido y preocupado. “El ruido de los huaicos por la noche era aterrador, al menos salvamos la vida”, explica ahora que vive por un mes de alquiler en un hospedaje cercano con su mujer e hijo. El huaico le despedazó completamente su vivienda. Un baño troceado y un trastero con la mitad del suelo y utensilios de los que contaba, dejando restos inservibles, “que no repararé porque sé que volverá a pasar”, finaliza. Ahora, “toca levantarse con la única ayuda de uno mismo”, puesto que no confía en las autoridades “desgraciadamente”.

Restaurantes afectados

Un kilómetro más hacia adelante, nos topamos con algunos restaurantes que han puesto el cartel de cerrado “por derribo”. La Olla de Barro es un claro ejemplo de ello que ha visto como han perdido un 85% de su equipamiento, incluida la nueva terraza que habían construido. Uno de sus trabajadores, Carlos Maldonado, nos muestra el lugar “con gran pena y desilusión, por las pérdidas que ocasionará al negocio y que empobrecerá más la zona”. Hasta Semana Santa no prevén que todo vuelva a su ser y puedan abrir sus puertas a los clientes.

Sobre las 8 de la noche volvemos a Lima, aunque ahora el trayecto sea lo de menos. Las dos horas que nos quedan sirven para reflexionar más que para editar o escribir. Muchas vidas han quedado dañadas casi en tu totalidad. Sin embargo, demuestran ser indomables. No piensan huir. Mantienen su inquebrantable espíritu de lucha para volver a cimentarlas allí donde ya no queda nada.

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