Son pasos hacia el vacío los que se andan más firmemente por estar seguro de que ya no hay red por los costados. Un forma de soltar lastre en la vida, que nos da vértigo pero que a la vez nos libera de esa uniformidad a la que los demás nos intentan arrugar. De ahí que sus pies fueran confiantes, bañados en barro de arrabales pero certeros, que les dirigían al malecón desde que sus pulmones imitaban las abruptuosidades de las branquias marinas y sus narices las bocas de los peces. Cuatro cuadras observaban cada levantar y caída de sol, como sus brazos enjutos y chupados por una existencia de caracol en un mundo de arañas gigantes, repetían el mismo sentido religioso de una cotidianidad necesaria para sobrevivir.

Rutina tan dura como necesaria

Unas sucias botas, tan roídas que podrían tener barbas griegas, servían de receptáculo para el cebo, una mini caña, hecha a base de restos encontrados en la basura de la comunidad, y un pintoresco reloj de arena que les hacía ser conscientes de su levedad. Ahí comenzaba una cuenta atrás, que con la misma serenidad de un forense, diseccionaban su inabarcable pecera en la que andaban inmersos.

Cuatro cuadras que ensamblan su flota de amarre en el insondable vacío diario

Mateo, no dudaba en servirles café, como quien espera la noticia de la captura de la ballena asesina en el Polo Norte. Una medición en temperatura y cantidad, que ponía en valor su credo por la obstinación del ser humano. Un café a eso de las 4, para matar a la bicha y cantar a los dioses todavía no creados. Un café, en el chaflán de un campo de fútbol de tierra, servido en un recodo de una tienda de ultramarinos, con botellas llenas de gusanos, que se intentaban dar un festín a costa de ellos mismos.

Y es que ese vidrio poliédrico y verdoso, les hace ver otra realidad, que quizá, nunca podrán alcanzar. Y quizá, podía ser mucho mejor o un espléndido dominó de raspas danzantes. Pero mantienen su lucha por estar lo más cerca de ella, aunque se resbalen en ese baldosa cristalina una y otra vez, que les pone enfrente de sus vergüenzas u orgullos. Una pesca genérica, que al fondear les regala un botín de 15000 pesos uruguayos por persona, no da para taparse todas las escamas y sacar cabeza del insondable océano laboral. No cuentan con preparación académica para alcanzar grandes números a fin de mes, más que el acopio de fuerzas morales del lodazal donde pacen para tomar más oxígeno, sobre todo, en la bajamar.

Peces de ciudad

Al igual que los gusanos les sirven de soldados en la batalla, ellos nutren a una maquinaria a la que donan sus espinas por un fin más grande. Se están quedando sin dientes como sus hermanos acuáticos, cada vez reciben peor los embates del mar huracanado. Pero no desisten, luchan contra viento y marea.

15000 pesos uruguayos no dan para taparse todas las escamas y sacar cabeza

Aceptan su decrepitud y anhelan el anzuelo que les lleve a su designio en la cadena de favores, pero necesitan sentirse pescadores, o escultores de espinas torcidas como ellos mismos se aluden, aunque sea de ficticios boquerones que llenen sus sueños de copiosas parrillas dominicales.

Son ya 30 años de aleteos en el torbellino de la costa montevideana, sin flotador ni bombona de aire, pero con una tradición por la caña al agua, que ayuda a sus espíritus a salir a flote. Juan y Carlos, por ponerles dos nombres, no desean una vida marina, ni surcar los siete mares. Solo balbucear algunas palabras, cuando sus ojos chocan en cada desafío que tienen contra ellos mismos.

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