Siete de la mañana en el Hostel El Viajero. Suena el maldito despertador para decirle por vez primera adiós a Montevideo. Es un canadiense chileno quien me dio hospedaje allí un día anterior. Durante los tres días que consistieron mi estadía en la capital, cada capítulo encerró una feminidad distinta. La primera, la maternal, la que me abrió su Rambla, su malecón de norte a sur, culminado en un atardecer casi oriental, escoltado por múltiples autos oxidados con vidrios tintados donde fornicaban parejas o se besaban ante el abrazo del sol. Yo era un espectador más ante semejante clímax diario, que hacía ya de Montevideo una cuna para dormir en la eternidad.

Feminidad pura

La segunda fue la fraternal, la que me agrupó con diferentes almas solitarias de otros países como Venezuela o Brasil, en la que la Feria de Artesanía del Parque Rodó, la ruta por bicicleta por toda la costa urbana, hasta sus celebérrimas letras que coronan una colina, fueron diferentes capas de una cebolla que se terminó por pelar con una charla sobre el erotismo de la mujer uruguaya. Dos señoritas, que vendían un placer para el paladar como es el dulce de leche, nos enseñaron que no hay suficientes vallas para acordonar todo el campo. Que lo bello reside en la boca y no siempre en el cuerpo.

Atardeceres orientales donde el abrazo del sol hace patria para los lugareños

Y entre tanta animosidad espiritual, la amorosa también emerge, con su vetusta pero traviesa Ciudad Vieja, sus calles cuadriculadas pero angostas que parían otras tantas anchas y fructíferas a cada tanto, con las múltiples plazas que se creaban en su discurrir, con festivales de folclore tradicional en los que uno aceptaba la marea humana como sentimiento de afecto patrio.

Y mientras los pies se hacían pesados, se agrandaba la facilidad de palabra. El mate y su termo, accesorio ineludible en la vida diaria, servían de palanca, para darse uno cuenta que sus aceras y cuadras no gozan de nombres propios, que sus viandantes son las que las nombran y renombran cada vez que cuentan alguna historia.

Un realismo mágico que se apropia de sus caras, de sus matices faciales, que no tienen ya casi nada de charrúa, con una pócima agridulce que dejó rostros más bien europeos con sonrisas soleadas pero a veces chamuscadas.

Un realismo mágico que desdibuja las calles de la Ciudad Vieja y las vuelve laberintos animados

Y en mi camino por su arteria principal, la 18 de Julio, me trastabillo otra vez con la emoción, esta vez por ausencia. No tienen amor patrio, o eso dicen, si no es para no ser engullidos por los vecinos largiruchos y regordetes o por algun fuera de juego inexistente en campeonatos del deporte rey. Aunque sacan pecho y bien fuerte, para agenciarse el nacimiento de Gardel, así como la verdadera impronta que dejó su carne, que fue el almacén que alimentó a Europa en su periodo más oscuro de guerras intestinas.

Montevideo no me aguanta más el envite, no me quiere entre sus gentes, y me despide a golpe de candombe. Tambores que no son de guerra, que exaltan su negación a ser una gran metrópolis. Al menos en número de habitantes. No pretende serlo, pues se recorre tranquilamente con la mente, o con el olor de un chivito entre manos, o con la palabra de sus ciudadanos, con el ta!, su marca de serie en todo desvelo por la curiosidad del otro. Y es que cuatro días después sigo teniendo sueño pero la piel más curtida.

El sol me impulsa para no ser su comida diaria, al menos hoy tampoco, y recorrer más callejuelas donde habitan seres de color celeste. Un sueño tostado que me hace valorar más la realidad a través de su ficción.

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