Pasadas las siete de la mañana, con el día clareado y lleno de polvo por las dunas del desierto de Atacama, llegamos a la aduana boliviana. Un cuadro mal colocado del actual presidente Evo Morales nos recibe en la entrada, además de dos policías que nos ordenan ponernos en fila, creando un embotellamiento humano fuera del pequeño edificio de casi unos 500 metros. En casi diez minutos, me estampan un nuevo sello y vuelvo al autobús que me había traído allí. Unos brasileños que estaban detrás mío tienen más problemas. Finalmente, una sonrisa carioca y una cintura digna de una gimnasta olímpica hacen milagros. A otros, como una pareja israelita, les avisan que tienen que abonar 100 dólares por barba, debido al origen de su país. Con cara sorprendida, guglean tal ofensa, y no les queda otra que empollar como gallinas.

Una vez que las formalidades oficiales parecen haberse cumplido, escuchamos sus primeras palabras.

– Oigan, ustedes van al Salar de Uyuni ¿no?. Yo voy a ser su guía durante estos tres días. Me llamo Eusebio, para servirles.

Todo un descubrimiento

De cuerpo chiquito, nariz aguileña, y voz casi fantasmal, nos ofrecía ya desde el primer momento su cordialidad, cercana y para nada hipócrita, subiéndose a lo alto del jeep que conduciría durante nuestro viaje.

– Por favor, pásenme las mochilas. Primero esa de ahí que es la más pesada. (Refiriéndose a una mochila de mano, que no contiene más que una bolsa de papas (patatas) y dos botellas de agua semivacías).

Un ritual casi religioso que se repitiría al menos 6 veces en las siguientes 48 horas. A medida que íbamos conociendo los diferentes tesoros geográficos que englobaban el salar, aun sin decirme nada, me forzaba a ser traductor en un grupo donde él y yo éramos los únicos hispanoparlantes. Israel, Francia y Canadá eran las nacionalidades que nos acompañaban y las que, con razón, también demandaban sus explicaciones en una lengua común tal y como les habían prometido. No era la culpa de Eusebio y menos mía.

Esto que ven acá, es la Laguna Colorada, pararemos como unos 20 minutos y de ahí iremos a la Ciudad Perdida a ver la Copa del Mundo.

– What you are seeing over here is the Laguna Colorada. We will stop for 20 minutes and later we will visit the Lost City and… ¿La Copa del Mundo, Eusebio?

– Sí, amigo. Ya verán cómo al verla, les recuerda a la que ganaron en 2010. Para nuestra desgracia, la única que tendremos en nuestra historia.

– Yes, we will see the Football World Cup Trophy.

La lucha por la vida

Una carcajada de incredulidad grupal salía despedida de todos al escucharlo. Unas risotadas que se volvían costumbre con canciones de Enrique Iglesias que me pedían también traducirlas, para hacer de la música el lenguaje universal que convertiría desde esos instantes a Eusebio en Eusebito. Un apelativo cariñoso, que al compás de sus manos al aire mientras volábamos entre polvo de piedras y humaredas de otros dos jeeps que nos escoltaban, le volvía ciudadano del mundo y a nosotros, especialmente al ser copilotos, en seres temerosos de dicha conducción reggaetonera.

Cruzar el salar en jeep no da sólo para enterarte de que Iglesias jr. es un héroe para todo el mundo latino menos para ti, sino también para sorprenderte de cómo se puede vivir al filo y no cortarte. Al no poder echar ninguna cabezada ante las indicaciones de Bito, disimulando mi spanglish mestizo y de corte imaginativo, intenté hacer del limón una limonada.

– No, brosito, yo tengo 28 años y llevo ya en estos tours unos 8.

– Joder, pensaba que eras mayor que yo. Unos 35. ¿Y se vive bien?

– La verdad es que no. Nos pagan unos 1400 pesos, pero no tenemos muchas veces dónde dormir.  El auto se vuelve nuestro alojamiento básicamente. 

Amante de su patria y sus lugares

Y es que además de ser conductor, Bito es un “multitasking”: animador, fotógrafo, cocinero y regateador de birras para que nadie se quede descontento. Con una mujer y dos hijos, uno de ellos ya de 11 años, al que “le pido que me enseñe inglés para poder seguir en esto un ratito más”. Según me comenta, los guías ganan unos 400 bolivianos más que el conductor, “cuando sólo se dedican a hablar diciendo huevadas muchas veces”. Vive en Potosí, aunque no lo pise demasiado debido a estos maratonianos viajes que hace cada 3 días. “No tengo casi vacaciones, puedo trabajar casi un mes entero, llevando y trayendo gente desde la frontera hasta Uyuni o vuelta a San Pedro; casi ceno a diario con las llamas o los flamingos”, se sonríe mientras masca hoja de coca.

Como buen sudamericano, me invita a jugar a fútbol en su club a la vez que se queja “que los que optan a jugar en La Verde (Selección Nacional), siempre son aquellos que tiene plata, no los mejores del país”, insistiendo que “si supieran como pateo yo la pelota, Messi nos tendría miedo”.

Después de casi 3 días y casi 2000 km, Eusebito nos sirve la última comida que desempolva del maletero. Una ensalada de frutas, pollo con salsa picante y restos de arroz hervido dentro de una choza de adobe con muchos convidados alrededor en forma de moscas. Al aplacar nuestro apetito, le ayudamos a limpiar todo y a meter todos los enseres otra vez en el jeep. El Cementerio de Trenes es nuestra última parada antes de Uyuni. Allí nos confiesa que “somos buena onda, que la ha pasado muy bien y que espera estemos en contacto” mientras sube el volumen a todo trapo con otra iglesiada. Su último servicio, pedirnos que le rellenáramos un cuestionario sobre su labor. Casi nada bajó del 9. Y eso que no sabía inglés.

PD: Por cierto, juzguen ustedes si ven en esta montaña rocosa un trofeo mundial futbolero como decía Bito.

 

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