Nada era tranquilizante en Potosí. Al salir del alojamiento, el humo te rodea inmisericordemente. Los petardos estallan en tus huesos, después de dañar el pavimento de la ciudad y romper tímpanos de los allí presentes. Mujeres y hombres, niños y niñas desfilan por sus callejuelas con caras festivas, alegres, y por qué no, drogadas y poseídas. Unas procesiones carnavalescas que honran a los dioses paganos para poder ahuyentar así los desmanes de la Madre Patria y liberar su verdadero espíritu por fin.

Las casas vacías y las plazas, bares, monumentos municipales a reventar. Es el carnaval minero. Mañana no irán a trabajar al Cerro. Hoy toca venerar a la Pachamama (Madre Tierra), dándole un sorbo a ella y un buen trago ellos, un ritual que les hará ganar el norte, perdido durante todo el año en las oscuridades de las minas y así expiar sus pecados a la luz del día.

Hoy no toca pico y pala, mañana no irán a trabajar al Cerro. Es el Carnaval minero.

Ya que ellos no usan el pico y la pala, unos cuantos decidimos hacerlo por ellos y nos aventuramos en una furgoneta hacia lo alto de ese santuario de polvo, muertes e historia viviente. Nuestra primera parada son unas tiendas de mineros. En estos lugares, los trabajadores compran sus hojas de coca, además de alcohol y cigarrillos para hacer el día a día menos sufrido. Para no ser menos que ellos, compramos todo ello y un par de dinamitas para festejar también los carnavales bajo tierra.

Dos guías, un hombre y una mujer, nos invitan otra vez a subir al vehículo para avanzar un par de kilómetros en este Cerro Rico de Potosí, que aparece ante nosotros cada vez más imponente y rojizo. Cinco minutos más tarde, pisamos su centro de operaciones. Una casa como otra cualquiera, camuflada entre tiendas de comestibles.

– Desvíntanse, dejen los zapatos debajo de las sillas y vayan tomando estas chaquetas y pantalones. Las ganas de mear también las dejan fuera de la puerta.

La boca del infierno

Dicho y hecho. Hombres y mujeres de tallajes diferentes nos vamos poniendo los atuendos anteriores, las botas, el casco frontal y el cinturón que a más de uno parecía dejarle sin oxígeno. Vamos entrando en el personaje, la puerta se vuelve a abrir, la luz, esa que luego será escasa, nos deslumbra, entre unas nubes que se aproximan desde el horizonte cercano.

Los prolegómenos hasta llegar a la boca del infierno son tan previsibles como trascendentes. Silencio en las tres filas de la furgo, miradas vacías que se transparentan por las ventanas y crujido de huesos, muchos inexistentes hasta ahora. Los guías, sin embargo, despachan gustosamente, entre ron y risas varias. Polvorín. Así relata la entrada de este laberinto denso que nos empieza a tragar lentamente, la respiración se hace más discontinua y en fila india se van midiendo los pasos para no trastabillarse con el de delante.

Polvorín. Así nos recibe la boca del infierno, que nos empieza a tragar lentamente, uno por uno

Galerías con vagones ahora muertos, sin nada que cargar, pero que rezuman una espiritualidad latente de sudores que han valido vidas, nos saludan cuando les apuntamos con el foco de nuestra frente. “Ahora, esténse quietos, mientras aguardamos a que el otro equipo salga de acá”, nos puntualiza la guía. Una espera eterna, de unos 10 minutos. El francesito, sin la venia de la profesional, decide encender un cigarrillo y prender algo de luz con fogones de nicotina. Dos señoras mayores tosen por su culpa. No dicen nada. Él se ufana por creerse minero por un día y pregunta cuándo nos moveremos. La luz cortante como la respuesta de la guía, le intimida. “Aguarda poco más, esto no es una patio de feria”.

La espera mereció la pena. Visitamos al Tío. De color rojo intenso, ojos alucinógenos y falo erecto y prominente, nos saluda con una sonrisa malévola. Es el guardián de los mineros. Una pequeña cueva, a la que se accede encorvado y raspando el casco ante cualquier roca afilada. En su interior, dejamos cigarrillos y alcohol como ofrenda a él y a los mineros que lo recogerán el próximo día laboral. De origen precolombino, Dios del inframundo, demanda estos obsequios por el bien de sus huéspedes. No conviene tenerle enfadado, “incluso, las mujeres que quieren tener muchos hijos, anhelan tocar su pene para ser fértiles”, recalca Lucía.

Imprevistos esperados

En el primer nivel los pulmones todavía responden con efectividad. En el cambio al segundo y al tercero es cuando las condiciones se endurecen. La temperatura pasa de unos 24 grados a unos 35. Una brusca diferencia que crea angustia entre los participantes y deja a las claras lo que soportan los que allí trabajan día tras día. “Los desmayos con estas condiciones son usuales, picar pala aún mascando coca es una tarea infernal”, nos comentan. Cinco segundos después de esta explicación….

!Boom¡

–  !Qué ha sido eso¡ !Dios Mío¡

– !Putain¡ ¡Estamos jodidos!

– ¡Joder! ¿No estaban hoy todos los mineros borrachos?

Y tanto que sí. Una pequeña explosión detonada 20 metros abajo por el otro equipo, nos daba la bienvenida oficial a esta mole agujereada. Una intentona que dejaba sin aliento a algunos, que ya preguntaban cuánto más quedaba de expedición. “Esto no ha sido nada, una pequeña gota de las miles explosiones que se realizan a diario”, apostillaba irónicamente la guía. Pero la realidad es que el Cerro esta ya más que trabajado desde el siglo XVI y más que plata, son otros minerales como el estaño o el zinc los que se intentan buscar, de los cuales hoy en día ya sólo se aprovecha el 20%.

A la vuelta, una vez que los dos grupos se unían en la parte intermedia de este gigante vertical, se nos explica que todas las minas bolivianas pertenecen al Estado y “es cada minero quien ha de aportar el material para trabajar”. No existe ningún organismo que aúne de forma conjunta todo este entramado, por lo que “cada uno gana lo que pique y extraiga”, sin contar con ninguna seguridad laboral o social. “Muchas veces la labor de un minero puede colisionar con la de otro y terminar en muerte de uno de ellos por no acotarse los límites”, enfatiza con tristeza.

La luz al final del túnel

El dolor de garganta y la irritación de nariz empiezan a desaparecer. Quedan escasos metros para volver al mundo que conocíamos. El túnel es finito para nosotros. Para los mineros de una media de 40 años, si es que antes no han muerto o se han quedado inválidos. Por no hablar de la explotación infantil, pequeños de 8 o 10 años, mano de obra barata, que lamentablemente dan de comer a estas minas, muchas veces con sus últimos estertores vitales.

Volvemos a otra casa a desvestirnos. Nos quitamos los monos de trabajo, nos secamos el sudor de la conciencia y apagamos los focos de los cascos, quizás, para no encenderlos nunca más. Para Lucía y Ángel, ha sido una visita rutinaria más con la que sacar unos ingresos para mejorar las condiciones de los mineros. Para los que nos desvirgábamos en estas artes, una patada en nuestra vida acomodada que deja sensaciones contrariadas. Para olvidar nuestros privilegios diarios y de nacimiento, enjuagamos nuestra hipocresía fundiéndonos con los verdaderos mineros que se abrían a nuestro paso, bailando a su son, bebiendo de sus latas y fumando de sus dedos. Ellos sí valen un Potosí.

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