Una coronillita bien rasurada con un nimbo en el garaje trasero. Dos ojos en blanco, con un buen bigotazo con forma de montaña rusa, que mastica un chile jalapeño. Alegoría ebria que retumba en la cementera de mis pensamientos sobre qué será Santiago de Chile. Aunque no es la única. Perros babosos, famélicos, de hueso elástico, con ojos esta vez rojos, vienen hacia mí afilando sus colmillos. Están rabiosos por transmitir su rabia. Así me lo narraba la médico que mandó ponerme la inyección de la fiebre amarilla como una banderilla torera, apuntando con su dedo índice y un tosido seco, una pantalla donde estos sabuesos eran más peligrosos que los velociraptors en la capital chilena. A ella misma casi le salía la bilis por la boca. !Cuidado, Cuidado! Abandonados, reproduciéndose casi sin tocarse, parecían la verdadera peste bubónica de la que un mochilero se tendría que salvar.

Según fuentes médicas personales, Santiago cuenta con el mayor número de perros rabiosos en la faz de la tierra

Con esta tesitura me encontraba bailando en la azotea de mi cabeza. Hechos tan nimios como la dictadura de Pinocho o la luchita imparcial entre el estado y la comunidad de los mapuches, solo servían de postre para una comida que parecía tener solo huéspedes perrunos. Pero no íbamos a ser tan ilusos como para no acordarnos de la muerte de Víctor Jara en el Estadio Nacional o los cantos con papada palomera de Neruda en sus diferentes exilios, que seguía escupiendo misma flemas contra lo que sucedía en su perrera natal. La raya a un lado de un comunista silencioso como Allende, de gafas cuadriculadas pero de alma inabarcable, dejó su impronta igualmente en una Casa donde una mañana la moneda salió cruz.

Jauría de perro solitarios, ocultos en la memoria histórica, la ciudad da cobijo a todos ellos, de corte animal y humano

Y el fútbol, el serpenteo del virus mundial, con su Colo Colo y la U, no podía dejar de ladrarse. Un paragoles como Bravo y un canino Zamorano del cual tuve alguna camiseta firmada, ahora entre polvo de escorpiones. Chi, chi, chi, le, le, le. Cánticos que avinagraron a su vecina messiánica después de ejecutarla desde el punto de penalti por dos veces consecutivas. Un paredón rocoso, de tronco robusto, donde los mismos perros quizá no se atrevan ni a echar un meo. Entonces, Santiago, ¿Cuántas veces dices ladraré a la luz de tu luna?

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