Como si de una ecuación no resuelta se tratara, no gozo de muchos elementos para dar con una definición matemática a lo que esta urbe me evoca. Quizá el secreto se distinga por las letras, que traen inequívocamente más que objetos, sujetos que tuvieron importancia capital en mi existencia. A este precipicio de ignorancia al que me asomo, lo hago verdaderamente gustosamente ya que aunque muchos no lo ponen en el mapa de las apetencias inmediatas, yo sí quería tocar tierra guaraní aunque sea por decir: Yo estuve allí.
Y más, estando cerca de mi lanzadera espacial, Argentina. Y más, teniendo amigos de épocas anteriores, que me dibujaban una sonrisa a través de las suyas y coloreaban mi mente con su camiseta nacional, blanquirojamente rayada, inconfundible en los eventos deportivos mundiales. Y más, porque me llueven los goles del arquero loco Chilavert en la memoria, con su cabeza rapada y su brazos inacabables, al igual que siento ahora cercanos a una pareja, Matías y Lucía, que me encontré en Tierra Santa hace no mucho tiempo, con su acento inequívoco y sus chistosos gestos.
Sin estar en el mapa de apetencias inmediatas, tocar tierra guaraní, al igual que los goles de Chilavert, no le quitan el gusto a uno
Aunque ante todo, me hablan de su calor hercúleo, de rompe y rasga, que amansa hasta las fieras más pintadas y no deja títere con cabeza. Un sudor que martillea los tuétanos y que se convierte en la primera plaga para los viajeros que osen cruzar sus puertas. Una larga cabellera parece ser una afrenta que no conviene airear demasiado en tiempos de cólera estival sudamericana.
Y todo fluye a la velocidad de la luz, mientras que el colectivo, o el bus como le decimos acá en la Península, arrastra ruedas de molino que se hacen pesadas de transportar. Presiento que nuestro encuentro va a ser pronto, esperemos que en apenas unas horas, y que deje nuevas premisas a esta fórmula que se encuentra todavía en la incubadora. 27 horas de rueda gastada y sudor nocturno bien valen una buena puesta en escena.