Una de las grandes civilizaciones de la historia había de aguardarme casi tocando el cielo. Pero para ello, la empresa no iba a ser fácil. Incluso no tomando la Ruta Inca. Viaje de dos días, en este caso, desde Cuzco para desentumecer los huesos y comprender que aún en el siglo XXI todavía tiene su miga hollar una cima que muchos inmortalizan a golpe de un simple selfie. El primer ejercicio comprendía un trayecto en bus desde la ciudad sureña hasta la Hidroeléctrica. 5 horas en medio de un abismo afilado que parecía inclusive más vertical y empinado que la mismísima Carretera de la Muerte paceña.

Música, vómitos y plegarias

Un furgoneta de 10 pasajeros cumplía como todos los días su religioso recorrido a este punto de enganche. Los vómitos y el vértigo no se hacían esperar y ni siquiera las pequeñas bolsitas transparentes podían contener algunos huracanes de ira física, a pesar de ir escuchando a grandes estandartes latinos como Soda Estéreo o Enanitos Verdes. No era suficiente anestesia, ni batiendo palmas en coro. El conductor se hacía el sueco, no respondía a las plegarias de los clientes y tuvo que ser una voz más ronca que otra, la que le quitara el cerumen de las orejas, a regañadientes.

Dos paradas más, algún que otro kilo menos y un horizonte que no se vislumbraba más allá de nuestras narices. Curvas a 100 km/h en carriles de una sola dirección y un derrapaje que recordaba al Dakar más salvaje. El Mario Kart y sus bananas se quedaban cortas con esta conducción primitiva, sin pisar el freno y salvando grava y rocas sibilinas, como un camarero italiano con 5 pizzas en dos manos. Una heroicidad llegar. 13.48, la hora de la defunción, no nuestra, sino de ese torrente al volante. Los estómagos seguían sin funcionar, sin encontrarse, pidiendo a gritos una muerte clínica o un chute de coca para reverdecer. Y cuando digo coca, digo hoja de coca.

Cinco horas de derrapaje continuo, vómitos y vértigos por doquier, con una conducción tan segura para él como primitiva

Estos pequeños elefantes selváticos de cuatro ruedas se iban ya diluyendo otra vez con otros pasajeros de vuelta a Cuzco. Una manada de gravilla que nos empolvaba en su salida y dejaba un regusto sobre lo que iba a ser la vuelta. Para digerir semejante desafío, contábamos, supuestamente, con otra hora y media de andadura a pie hacia Aguascalientes. La sede desde donde transportarnos a Macchu Picchu. Entre medias, raíles de trenes que, curiosamente, siguen funcionando, puentes de madera a lo Indiana Jones, que hacían de guías ante matorrales inmensos que incitaban a comprar machetes para honrar su leyenda.

Al final en vez de 1,5 fueron 3. Doble de pasos, de guiños de ánimo con otros viadantes que nos cruzábamos o los mismos que ansiaban llegar a Tierra Santa, compartiendo aliento para no desfallecer en un pulmón natural que invitaba a sentarse en un costado y observar la fuerza del río desbocado que nos había de acompañar todo el recorrido. Con los focos del mundo apagados, en el atardecer de un sábado imborrable, los incas en forma de escultura alzaban ya las manos. Ahí estábamos. A decir verdad, lo único puro o menos contaminado de un paraje que era la puerta de entrada a un paraíso ya no virgen. Múltiples restaurantes, hoteles de lujo y comercios adornaban el escenario que puede avergonzaría a los autóctonos que residían allí tiempo atrás.

A las 4 de la mañana del día siguiente comenzaba nuestra travesía. Subir hasta la Montaña Vieja, que es lo que significa en quechua, antes del amanecer. Fuerte paso en un terreno completamente abrupto, después de un desayuno completo, lleno de huevos, pan tostado, mate de coca y jugo de frutilla (fresa). Media hora debía ser el tiempo estimado en alcanzar la cima. Nadie lo consiguió. Debido a la oscuridad latente, a la poca profundidad de nuestras linternas. Debido al sudor incómodo de llevar una mochila acuestas y más ropa de la pensada. El único salvavidas, mascar coca. Los grupos volvían a deshacerse, distancias más lejanas entre unos y otros, e iniciaba cada uno la guerra por su cuenta.

Y la invitada esperada. La lluvia arreciaba sin benevolencia. Los pies se resbalaban, el animo cojeaba y la espalda cacareaba una parada. Alemanes, franceses, latinos, volaban. Otros iban en caída libre. Después de casi una hora, sin tomar el camino asfaltado, inundado de agua se llega a la entrada. Tanta paciencia y brega se esfumaban al limbo y entre nuestras narices, por fin, caía maná del cielo.

Fortaleza universal

La residencia de Pachacutec, noveno inca del imperio, se extendía en nuestra mirada, con stands de souvenirs, venta de ponchitos (chubasqueros, claramente necesarios ese día) y autobuseros de medio pelo esperando una propina. Un combo natural en el 2017. Una radiografía de lo que es la Montaña Vieja. Construida antes del siglo XV a 2490 metros, esta fortaleza ya universal emana misticismo y energía magnética a cada respiro, sin olvidar las colas interminables de turistas que buscan ese momento viral que les dé remenbranza histórica en las redes sociales. Conexión y desconexión a partes iguales.

Aun así, presenciamos una mole bestial que ha resistido al paso súbito e inevitable del tiempo, del reloj de arena, descubierto a principios del XX por un explorador americano. Sus huellas no son las de las fotos. Ni las dejadas en la caja tonta. El estar en contacto suela o pie con el terreno, te da una idea de lo que esta fortaleza representó para los incas. Su matriz, su fuerte, su corazón bombeante. Ni el animal rastro de los forasteros inconsecuentes puede con su inexpugnabilidad. Para que siga palpitando, latiendo, soplamos tres hojas de coca en el Templo del Cóndor. Y pedir un deseo. Por nuestras almas. Y las que se fueron.

 

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